La información que se tiene de Guayaquil a través de los noticiarios de televisión es una una especie de bitácora de sucesos delincuenciales, sicariato, asaltos, crónica roja. Es decir, una persona que vive fuera de la ciudad se lo pensará mucho antes de viajar a Guayaquil por su propia voluntad, salvo que sea obligatoria visitarla, por el motivo que fuere.
Esa
sensación de paranoia la he sentido yo mismo, aun cuando nací en la Ciudad del
Río Grande y del Estero, como cantaban las hermanas Mendoza Sangurima en ese
hermoso poema musicalizado “Guayaquil Pórtico de Oro”.
Hace
ocho años tomé la decisión de residir en la capital por temas profesionales. Y desde
entonces, en una escala progresiva, he visto con preocupación cómo los
noticieros retratan a una ciudad peligrosa, en la que da la sensación –a juzgar
por las reseñas ¿informativas?- que es prácticamente imposible caminar por sus
calles sin que te salga, de improviso, un choro y te baje tus pertenencias y te
“regale” –de yapa- una puñalada o un plomo.
Pues
no. Guayaquil no es tanto así como la pintan.
Tuve
la suerte de sacar tiempo luego de una jornada de trabajo para aventurarme a
caminar por sus calles, por esas mismas que recorrí por años bajo el extenuante
sol.
En
esta ocasión me lancé a caminar desde el malecón Simón Bolívar, mal denominado
Malecón 2000 (al pie del río Guayas), hasta el malecón del Salado (donde cruza el estero del mismo nombre). Son cerca de 22 cuadras en las que sentí
el pulso de una ciudad con carácter propio, con señas particulares, que la
hacen especial.
17:45
el malecón Simón Bolívar bulle de vida.
En medio de la brisa de la tarde, una pareja de jóvenes intenta volar una cometa; unos enamorados se hacen de un rinconcito para deslizar unas caricias furtivas. Otros se sientan al pie del Manso Guayas (que tiene la particularidad de ser río y ría) para pasar el tiempo en sus teléfonos móviles; otros apresuran el paso quién sabe con qué destino.
En medio de la brisa de la tarde, una pareja de jóvenes intenta volar una cometa; unos enamorados se hacen de un rinconcito para deslizar unas caricias furtivas. Otros se sientan al pie del Manso Guayas (que tiene la particularidad de ser río y ría) para pasar el tiempo en sus teléfonos móviles; otros apresuran el paso quién sabe con qué destino.
En
la calle Malecón los buses, los taxis y los autos particulares sobrepasan los
límites de velocidad mientras un agente ATM (Autoridad de Tránsito Municipal),
en pantalones cortos, busca el momento oportuno para dar paso a los peatones.
Camino
hacia la Plaza de San Francisco, conocida también como la “plaza de las palomas
caídas”. No se sabe si la metáfora es por las decenas de aves que llegan hasta
el suelo para beber agua de la gran fuente que está al pie de la iglesia o por
los antiguos jóvenes que se sientan en las bancas a tomar el fresco de la
tarde, a pasar el tiempo, conversando de viejas andanzas de la juventud que ya
se fue.
Luego
de un breve descanso avanzo por la Nueve de Octubre hacia la calle
Chile. La idea de disfrutar el ocaso sobre Estero Salado me anima a acelerar el
paso. No me preocupo por la delincuencia. Esta tradicional calle de Guayaquil
donde se festejan los triunfos deportivos como se realizan marchas políticas,
ciudadanas y sociales, es la vida en ebullición. Nada de qué preocuparse.
Caminadas
ya nueve cuadras entre el bullicio de las bocinas de los autos, el género “urbano”
a todo volumen que sale de los parlantes de los almacenes que se asientan en el
sector, los vendedores ambulantes, llego a la calle Lorenzo de Garaicoa, quiero
pasar por el parque Centenario, pero un guardia me alerta que la puerta del
otro lado (de la calle Pedro Moncayo) ya está cerrada.
No
hay problema. La idea de llegar al malecón del Salado es mi aliciente.
Me
doy la vuelta y continúo mi caminata otra vez por la Nueve de Octubre. Paso
por la avenida Quito, una arteria de la ciudad que cruza desde el pintoresco cementerio
general hasta el colegio Guayaquil, ya en la entrada al sur de la urbe.
Es
tradicional para quienes hemos vacilado la ciudad a pie el llamado de los
ayudantes de los buses: “Quito largo, Quito largo”.
18:15.
Luego de media hora de caminata, por fin, llego al malecón del Salado. Justo
para observar la impresionante combinación de colores que se pinta en el
horizonte, hacia el este, sobre el Estero Salado.
Este recorrido no programado es solo un pequeño ejemplo de lo que se puede hacer en Guayaquil. SI lo haces, lleva una cámara, ponte ropa y zapatos cómodos y aviéntate a sus calles a sentir la personalidad de la Perla del Pacífico.
Si llegas a Guayaquil no dejes de probar la "Chicha Resbaladera" (en la calle 6 de Marzo), las hamburguesas de la Negra Crucelina (en la calle Antepara), la "Avena Bicher" (hotel Oro Verde), los sanduches de chancho de "Don Pepe" (en la calle Padre Solano), el caldo de Manguera donde Yulán (Hurtado y Machala), entre otras delicias que solo la encuentras solo en esta ciudad.
Ah, y camina tranquilo nomás, que todo lo que se dice de Guayaquil en las noticias, no es tanto como lo pintan.
*Andrés Reliche
Periodista de vocación y profesión (más lo primero que lo segundo y, también, viceversa). Ciudadano de a pie. Busetero. Emelecista. Beatlemaniaco. Jaramillista.
Gracias yo siempre que voy digo lo mismos pura mala propaganda que los medios comerciales hacen de mi ciudad
ResponderEliminarEspero estar Dios mediante muy pronto por la BELLA GUAYAQUIL, y regresar 2019 definitivamente cuando el deshonesto de nebot este fuera de la alcaldía,y RAFAEL CORREA OCUPE ESE CARGO
ResponderEliminarBUEN REPORTAJE GRACIAS POR COMPARTIR
ResponderEliminarQue lindo que alguien que no vive en esta ciudad tenga la valentía de defenderla
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