En esta caricatura (dic. 2013), el dibujante Xavier Bonilla (alias Bonil) afirmó que dos instituciones del Estado allanaron un domicilio y se llevaron denuncias de corrupción, lo cual nunca fue comprobado.
Me inquieta la idea de vivir en
un país donde quienes se supone deben orientar a la opinión pública
en nombre de la libertad de expresión promueven la cháchara, el insulto, la
insidia, el rumor, el cuchicheo como norma de (dudosa) convivencia en la
sociedad.
¿Qué se fomenta con esto? El
irrespeto, la calumnia, la blasfemia, el embuste, el primitivismo … ¿Es este el
país que queremos heredar a nuestros hijos? Estoy convencido que la respuesta
es un rotundo NO.
Se ha comentado mucho sobre la
libertad de expresión tras el ataque al semanario francés Charlie Hebdo y
muchos nos solidarizamos con los caricaturistas asesinados diciendo Je Suis
Charlie. Pero el hecho generó también un debate sobre los límites de la
libertad de expresión.
Incluso el papa Francisco –en su
legítimo ejercicio de la libertad de expresión- dijo que la libertad de expresión es un derecho y una obligación que debe utilizarse sin ofender, lo
que le valió la excomulgación por parte de los dioses del periodismo –en Ecuador
y en el mundo- que se valen de este derecho como alcahuetería para sus más
bajas pasiones.
El papa Francisco afirmó que asesinar en nombre de Dios es una "aberración", pero
insistió en que "la libertad de expresión" no da derecho a
"insultar" la religión del prójimo.
Casi paralelamente a esta
declaración del líder espiritual y moral de la Iglesia Católica, un grupo de
caricaturistas ecuatorianos, con Xavier Bonilla, alias, Bonil a la cabeza, en un comunicado defendían su derecho a blasfemar y a reír.
Los caricaturistas se
solidarizaron con “los periodistas y medios que sufren ataques del fanatismo,
del odio político y del revanchismo social”. Por si la memoria es frágil les
recuerdo que Bonil es uno de los dibujantes que casi todos los días refleja su
odio político al gobierno (lo que caracteriza a la línea editorial del diario
que le paga el sueldo) y que en una caricatura se burló de las dificultades de
lectura de un legislador de origen afroecuatoriano.
Se ha hablado bastante sobre
la libertad. Se ha llegado a decir, como si fuera una verdad absoluta, que la
libertad de expresión no tiene límites. El sentido común nos indica que la
responsabilidad es inherente a la libertad porque si no viviríamos en una
verdadera anarquía (Ausencia de poder público).
Según el diccionario de la
Real Academia de la Lengua, en su primera acepción libertad es la facultad
natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar,
por lo que es responsable de sus actos.
También: 5.- Facultad que se
disfruta en las naciones bien gobernadas de hacer y decir cuanto no se oponga a
las leyes ni a las buenas costumbres. 8.- Contravención
desenfrenada de las leyes y buenas costumbres.
Como se puede notar, e insisto
en que el sentido común también lo indica, no podemos vivir en un libertinaje
bajo el pretexto de la libertad de expresión y en el caso de Ecuador, es hasta
chistoso, porque quienes se llenan la boca con la libertad de expresión son
intolerantes, en cambio, con las opiniones de los otros (Martín Pallares: el papa nos ha fallado).
Y estas supuestas
prerrogativas para insultar y denigrar a todo el mundo en nombre de la libertad
es defendida fervientemente con el pretexto de que la libertad no tiene
límites. Pues, sí los tiene.
El artículo 13 (Libertad de pensamiento y expresión),
numeral 2 señala que el ejercicio de la libertad de expresión no puede estar
sujeto a censura previa sino a responsabilidades
ulteriores, las que deben ser expresamente
fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar: a) el respeto a los derechos o la reputación de los demás, o la
protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral
públicas.
Bonil se queja sobre la supuesta falta de libertad de expresión, pero sus viñetas habitualmente, y de forma libre, van dirigidas a ridiculizar al gobierno, específicamente al presidente Rafael Correa.
El profesor Javier Darío
Restrepo, periodista experto en ética
periodística, respondió una consulta sobre los límites éticos de la libertad
de expresión, que le plantee días atrás a propósito de los lamentables hechos
de París.
“Es un límite que no señala
ley alguna porque lo traza la conciencia
de cada uno, guiada por su sensibilidad
y apertura hacia el otro”, dice Restrepo.
El profesor, catedrático de la
Universidad de los Andes y conferencista en temas de comunicación, sostiene que
es explicable el rechazo a la posibilidad de que se les fijen límites a
libertades como la de expresión e información, cuando se da por aceptado que
ser libre es hacer lo que uno quiera; una idea distinta de la otra: ser libre
es hacer lo que uno debe hacer sin que nadie se lo impida. En la primera, el
capricho personal adquiere carta blanca; en la segunda el sujeto del derecho se guía por su relación con el otro.
La información es un servicio público
Restrepo no tiene problema en
admitir que la información es un servicio público –como lo ha mencionado en
innumerables ocasiones el presidente de Ecuador y que ha recibido el rechazo,
en muchos casos, y la ridiculización, en otros.
“La libertad de expresión que
elimina todos los obstáculos para decir o escribir lo que uno quiera resulta
tan absurda como la que pretendía tener un taxista que reaccionó cuando su
pasajero le pidió apagar el cigarrillo que acababa de encender: “estoy en mi
taxi y aquí hago lo que me dé la gana y lo echo a usted si me da la gana”. Los
periodistas que reprodujeron y rechazaron la escena, pueden estar defendiendo su libertad sin límites sin caer en la
cuenta de su cercanía al taxista en cuestión. Tanto el taxista como el
periodista son servidores públicos;
el taxi es de servicio público, lo mismo que la información y el medio de
comunicación que, aunque propiedades personales, están al servicio del público, lo que impide que puedan ponerse al servicio
particular del taxista o del periodista” ejemplifica Restrepo.
Se comprende así en el caso
del taxista, pero no aparece tan obvio en el caso del periodista que maneja un
bien social, que es la información, y presta un servicio social, añade el
maestro quien también se ha desempeñado como columnista de los diarios El
Tiempo, El Espectador, El Colombiano y El Heraldo.
Y explica que la información
del periodista es para el receptor, por tanto tiene en cuenta las necesidades
del receptor y, desde luego, sus derechos. Tiene derecho a que le digan la
verdad, a que se respete su intimidad, a no ser ofendido.
Esto no obsta para que se
controviertan sus ideas, se sometan a crítica sus creencias, con razonamientos,
con humos, con fantasías, recursos estos que descartan la burla y la ofensa. Es una afirmación elemental pero
indispensable: no existe ni el derecho,
ni la libertad para ofender, ni para hacer daño a las personas.
Restrepo cita a Julián López
de Mesa (en la columna Los límites de la libertad. El Espectador 14/01/2015)
quien escribe que: “en el centro de todo, en el ojo de la tormenta, una idea
flota pero ya no la comprendemos, ya no sabemos lo que significa y nos asusta,
nos fastidia pues la creíamos superada. Pero esa palabra que ya nadie usa es
base del respeto y la convivencia (a
la que me refería en el inicio) en estos tiempos de ruido, de confusión. En
esta torre de Babel de la edad de las comunicaciones la palabra clave, creo yo, es compasión. La compasión no es otra
cosa que la capacidad de sentir empatía por los otros, de tratar de ponerse en
la piel ajena. Y ¿por qué ha de hacerse? Por las infinitas veces en que hemos
deseado que otros hiciesen lo mismo por nosotros. Porque la compasión es
la madre del respeto por la experiencia de la vida ajena, porque es la forma
cómo podemos medirnos y autorregularnos frente a los demás”.
Entonces, volviendo al
planteamiento inicial: ¿Cuáles son los límites de la libertad de expresión? O
¿quién ha de imponer esos límites y de qué dependen? Creo que dependen de
nosotros mismos, los columnistas, caricaturistas, locutores, actores,
periodistas, editores y en general aquellos que usamos este gran poder de los medios y a quienes nadie controla. La
verdad es que no siempre lo hacemos con responsabilidad, pues aun cometiendo
errores, somos incapaces de dar ejemplo y reconsiderar, parar y, de ser necesario rectificar, concluye López
de Mesa.