Una costumbre arraigada a través de los
tiempos es la evaluación de la gestión de los funcionarios de elección popular
(o en la función pública, en general), tras los 100 primeros días de ejercer
las mismas.
Se trata de una especie de periodo de
gracia, luego del cual medios de comunicación, políticos o la ciudadanía se
pronuncian sobre la calidad de la gestión de funcionarios en todos los niveles:
presidentes, legisladores, alcaldes, presidentes de juntas parroquiales, y
líderes de entidades, incluso del ámbito privado.
En Ecuador acabamos de pasar por este
momento en que se evaluó los primeros 100 días de los autoridades electas, a
una de las cuales, incluso, un político al que al parecer le gusta mucho figuretear
en la prensa, llegó a decirle que se le está acabando el tiempo.
El origen de esta costumbre se podría
remontar al reinado de Napoléon, militar y estadista francés. 100
días (Cent-Jours,
en francés), es el tiempo que transcurrió desde su huida
de la isla de Elba donde estaba exiliado y su derrota definitiva en Waterloo,
en 1815. Durante esa "campaña de los cien días", reconstruyó el ejército y
retomó el gobierno, tratando de instaurar un régimen
constitucional más democrático y liberal.
En la historia un poco más cercana, fue
Franklin Delano Rooselvet el primer presidente de Estados Unidos quien, en
1933, utilizó la marca de los 100
primeros días en medio de una crisis económica que amenazaba
la subsistencia de la democracia y la unidad de ese país.
Desde que asumió el cargo y durante los
primeros cien días de gobierno aprobó la mayoría de leyes intervencionistas que
puso en marcha para luchar contra la Gran Depresión. Estas leyes fueron
posteriormente su legado y se conocen como New Deal. En
este tiempo consiguió que el Congreso aprobara 15 leyes que reconstruirían la
moral y la economía del país. Desde entonces, ha sido una fecha simbólica en la que
los presidentes han trazado las prioridades de los próximos cuatro años de
mandato.
En realidad, los de Napoleón no fueron
exactamente 100, sino 111 días, pero el número redondo quedaba claramente
mejor. A Roosevelt le gustaban las metáforas militares y utilizó la marca como
una forma de presión para el Congreso y una manera de ganarse la confianza de
los ciudadanos con un plazo claro y cercano.
La verdad,
no hay mucha claridad de para qué sirve. Quizá se trate de un plazo para
empezar a meter presión a los políticos al frente de entidades públicas
exigiendo que muestren resultados de su gestión.
Mario
Riorda, argentino, experto en comunicación política, dice que “los 100 días”
son un plazo y un latiguillo discursivo (frase que se repite con frecuencia),
absolutamente envejecido, de otra época, con otros sistemas de medios y con
otro tipo de demandas donde se podía gestionar adecuadamente las expectativas,
con cierta facilidad dado la mayor simplicidad de los modos en que se creaba la
agenda pública.
Según su criterio, actualmente no es esa la
realidad.
La realidad es que las autoridades, en cualquier ámbito, son evaluadas desde el primer día de su gestión, más aún en esta época de hiperconectividad y de ritmo vertiginoso, que ofrece más herramientas a los ciudadanos cuestionar, sopesar y exigir cuentas a los funcionarios o a cualquier líder o mando.