martes, 26 de julio de 2016

Manabí, “de aquí no nos vamos”


Volví a Manabí varios días después del terremoto de magnitud 7,8, el más devastador que se recuerde en Ecuador desde el sismo que afectó a Tungurahua hace seis décadas. Durante el trayecto vía terrestre desde Quito iba imaginando con qué me iba a encontrar. Quizá la gente bajoneada aún (dos meses y 21 días después de la tragedia que dejó 671 muertos), pero el panorama que hallé fue diferente.

Si bien se observa todavía a gente que prefiere permanecer en carpas, por temor a las réplicas (más 2.284 desde el 16 de abril, treinta y una de ellas de magnitudes superiores a los 5 grados y nueve que superaron los 6 grados), el ánimo de la gente parece haberse recuperado.

La actividad comercial en Flavio Alfaro, en Chone, en El Carmen, Pedernales, Jama, Cojimíes, Canuto, Calceta, Tosagua, Rocafuerte, Santa Ana, Jipijapa, Puerto López, se va recuperando. No obstante, el turismo ha decaído debido al temor natural que genera un evento de semejante magnitud.

La vida fluye. 

Luego de llorar y enterrar a sus muertos, la determinación de la gente ahora es seguir adelante. Eso es notorio al llegar a Bahía de Caráquez y observar en las fachadas de edificios, muros y de casas mensajes espontáneos, pero que reflejan el temple del que están hechos nuestros hermanos de Manabí, y de los ecuatorianos en general.

Bahía fuerza, estamos contigo hoy y siempre”, “Bahía, regresamos por ti”, “De aquí no nos vamos”, son algunas de las leyendas que se leen en Bahía, hermosa localidad manabita que ya en 1998 fue golpeada por otro terremoto.

Cruzando el puente ‘Los Caras’, sobre el estuario del río Chone, se llega a San Vicente. Allí me encuentro con Angélica Chila, una portentosa señora sesentona quien había llegado de Guayaquil hace siete meses por recomendación del médico quien le sugirió que, si tenía la posibilidad, busque un lugar cerca del mar para superar un problema cardiaco.

Ella recuerda que aquel sábado, a la hora que se registró el terremoto, se encontraba en un centro comercial al otro lado, en Bahía, junto a su esposo Roberto y su hija Marjorie.

Pese a su hipertensión y un “soplo” en el corazón, que la brisa marina le ha ayudado a mejorar, Angélica se armó de valor y ayudó a su familia a buscar la salida del mall, entre la desesperación de la gente, el caos general y la oscuridad que se generó al suspenderse abruptamente la energía eléctrica.

Entre sonrisas, rememora que tuvo que dar respiración boca a boca a su hija Marjorie, pues entró en una especie de crisis nerviosa. Mientras a Roberto, su esposo, le dio “carracaquera”, precisa Angélica con esa espontaneidad tan particular de la gente de la costa.  
Angélica, Roberto y Marojorie, viven felices en San Vicente, pese al susto que pasaron por el terremoto.

Me contó que en medio del alboroto y las tinieblas pudo embarcarse en una camioneta que salió como de la nada. Cruzó el puente y, como por un designio divino, la dejó cerca de su casa. Al desembarcarse y darse la vuelta, el vehículo se esfumó, casi tan misteriosamente como apareció.

Angélica cree que fue un ángel.

Ella es feliz, pese a que el terremoto destruyó la cocina y la refrigeradora, patrimonio de su negocio de venta de desayunos, almuerzos y carnes en palitos. “Lo material se recupera, lo importante es que haya vida”, asegura sonriente. Espera quedarse al menos un año en San Vicente antes de regresar a Guayaquil.

Como la de Angélica, las historias en Manabí se multiplican casi en la misma proporción que la cantidad de habitantes (un millón trescientos sesenta y nueve mil setecientos ochenta personas, de acuerdo al censo de 2010).

Vista del malecón de San Vicente. Al otro lado, Bahía de Caráquez, una de las localidades costeras más golpeadas por el terremoto.

Todos tienen una historia que contar

Como la reportera de un canal local que por cumplir con su trabajo no volvió a su casa hasta cuatro días después del terremoto. O la dueña de un hotel con capacidad para sesenta personas que debió vivir varios días afuera de este por temor a las réplicas. O el exjugador de fútbol al que lo salvó el denominado triángulo de la vida que había aprendido en televisión. Como la señora de Manta que perdió a 37 familiares en la catástrofe. O la de los futbolistas del Delfín de Manta que tuvieron que bajar de un hotel, donde estaban concentrados previo a un partido del campeonato de futbol, en calzoncillos en el momento del sismo. O el ministro al que sus escoltas dieron por muerto…  

Quizá Manabí, y el sur de Esmeraldas (Muisne, Chamanga, Mompiche, Atacames) serán una fuente inagotable de historias, de dolor, pero también de esperanza, de lecciones de vida.

Otros no alcanzaron a contar la historia. 

Como los casi sesenta Testigos de Jehová que murieron mientras asistían a una congregación en la localidad de Canoa.

En Manabí se registra la mayor cantidad de muertos (casi 650 de los 671 reconocidos oficialmente) y la mayor destrucción.

El día después

“Al día siguiente no había comida. No había nada”, dice con énfasis en la última palabra María Antonieta Ronquillo, de 55 años.

“Así uno tuviera plata, pero no había nada. Todo cerrado. Aullaban los perros. Los gallos cantaban”, me relata en una escena que parece salida del realismo mágico. Pero es -en realidad- la verdad.

“Y le cuento que al otro día del terremoto era un viento que a uno como que lo quería alzar. Después que pasó el terremoto llovió. La gente estaba mojada. La gente estaba haciendo carpas. Decían que el mar se subía, que iba a haber un tsunami. Aquí todo el mundo huyó, nosotros fuimos los únicos que quedamos en los carros”.

“No había agua porque todas las tuberías se dañaron. No había luz. Era como que si hubieran bombardeado después de una guerra, los muertos, los heridos, apestaba”, añade María Antonieta, una portovejense que se asentó hace años en San Vicente como queriendo exorcizar de su memoria los malos recuerdos que aún la atormentan.

Ella reconoce lo rápido que llegó la ayuda. “Mire que el país que dicen que está en crisis, Venezuela, fue el primero que llegó con ayuda”. También destaca la inmediata acción del gobierno para instalar albergues, atender a los damnificados y proporcionar lo que necesitaban, agua, alimentos, vituallas, etcétera.        

100 días después

Este martes, que se cumplen 100 días de la catástrofe, el vicepresidente Jorge Glas, quien encabeza el comité de Reconstrucción, dijo que “vamos a hablar de Ecuador en pie, después del terremoto, reconstruyendo lo que devastó 50 segundos de tragedia”.

Reconoció que lo que se ha hecho no es suficiente y que el gobierno ha sido muy honesto con la ciudadanía. “Esto nos va a tomar al menos tres años, va a costar estimo yo más de 3.300 millones (de dólares)”.
El terremoto que golpeó (físicamente) a Manabí y Esmeraldas (y que nos golpeó en el alma a todos) deja lecciones de vida a quienes, por los problemas cotidianos nos ahogamos a veces en un vaso de agua: que los humanos somos capaces de reconstruirnos luego de una desgracia y que mientras tengamos vida, no hay tragedia que nos pueda dejar caídos.

Pese a toda la destrucción, los manabitas, y los ecuatorianos, seguimos adelante. Me quedo con la frase de un señor que me atendió muy amablemente en Bahía antes de emprender el retorno a Quito: “Lo material se puede recuperar. Gracias a Dios seguimos vivos. De aquí no nos vamos”.
Bahía de Caráquez, Manabí.